Columna de Sebastián Gómez Matus: Vargas Llosa, funcionario del sentido común
A los 89 años murió en Lima el emblemático autor de novelas como “La ciudad y los perros, “Los Jefes” y “Pantaleón y las visitadoras”, entre otros títulos de la abultada obra del peruano-español-dominicano.

Mario Vargas Llosa, nacido en Arequipa, la ciudad blanca, en 1928, acababa de cumplir los 89 años hace unas semanas cuando falleció este domingo en Lima, la capital incaica. La muerte fue anunciada por sus hijos Álvaro y Morgana. Era el último bastión del archiconocido “boom literario”, una pléyade de escritores latinoamericanos que supuestamente revitalizaron la novela a partir de la lectura organizada que supuso la editora Carmen Balcells.
Se podría hablar del primer Vargas Llosa y del segundo Vargas Llosa en términos políticos, y también identitarios, pero en cuanto a literatura se refiere, siempre fue más o menos el mismo escritor con el afán de convertirse en alguien importante. A tal punto lo logró, que el 2010 ganó el Premio Nobel, cuando toda la obra estaba hecha y en realidad nadie en su sano juicio se la tomaba en serio, salvo hacia atrás, siendo muy generoso, y con las novelas más referenciales previo a los años ochenta, donde ya se había travestido.
Una cosa es criticar los regímenes totalitarios de cualquier lado, pero otra es tener un devenir liberal. En lo que fue la “década perdida” para el continente americano, como la llamara la Cepal, el arequipeño puso el pie en el acelerador de partículas liberales de sus novelas, como es el caso de “La guerra del fin del mundo” (1981) e “Historia de Mayta” (1984). Tras un devenir abiertamente polémico (no le quedaba otra) por su flagrante cambio de vereda, fue cuando mejor le comenzó a ir como escritor, si bien desde el comienzo su carrera fue proteica en un sentido de recepción y propaganda.
Pero no se vería realmente consagrado hasta el 2010, cuando le entregan el Premio Nobel “por su cartografía de las estructuras del poder y sus afiladas imágenes de la resistencia, rebelión y derrota del individuo”, lo que bien leído podría provenir de una institución que avala el transformismo ideológico del peruano, además de poner énfasis en la dimensión política de su obra más que en la literaria, donde parece ser un escritor que tiende a la convención, primero como el escritor comprometido a la Sartre, después como el escritor liberal que sigue escribiendo igual, pero con ideas contrarias a su primera etapa.
Un escritor del “boom”
Es imposible disociar a Vargas Llosa de lo que significó el boom latinoamericano en la literatura del continente. De hecho, tal vez haya sido el más representativo del grupo junto con su ex amigo García Márquez. Es más, en algún punto de la dimensión desconocida o de algún universo paralelo, debe haber algún monstruo literario que los fusione. A tal punto eran parecidos en su literatura. Cortázar se escapa bastante y Donoso es un escritor que se lo puede leer perfectamente sin vincularlo a la fuerza a la pléyade de Balcells.
¿Qué lo convertiría en el escritor por antonomasia del boom? Tal vez su ansia de llegar a ser un escritor importante, nomenclatura que ha sido asaz atacada por escritores que realmente renovaron ya no la literatura sino que la escritura, en el continente y en el mundo.
Es clásico el enfrentamiento de posturas que supuso el ensayo que publicara Carlos Fuentes en 1969, “La nueva novela hispanoamericana”, y su exacto contrario, que saldría unos años después, “Nueva escritura latinoamericana”, de Héctor Libertella. De hecho, en el libro del mexicano hay un ensayo titulado “El afán totalizante de Vargas Llosa”, que lo define muy bien. El peruano, más que un escritor comprometido con la literatura, era un escritor esclavizado por su afán.
La diferencia es patente: una cosa es la novela, otra la escritura; otra es hablar de lo hispanoamericano, donde hay una suerte de neocolonialismo tardío e interesado versus lo latinoamericano, algo indefinible, en oposición a la terquedad estilística de la península, cuya literatura parece sufrir un cansancio crónico, incluso o sobre todo hoy, donde tanto escritoras como escritores reproducen una lógica similar a la del boom, pero desde la discusión y agenda del presente.
En “Los simulacros literarios del boom”, ensayo que César Aira publica el año 86, leemos lo siguiente: “Uno de los resultados más perceptibles, a la distancia, del ‘boom’ de la literatura latinoamericana de los años setenta fue la creación de media docena de escritores ‘importantes’. Constituirse en importante es la condición para que un escritor pase al dominio público en sentido amplio: ya se sabe que las masas no reconocen sino a lo ya reconocido. Lo malo es que un escritor importante deja de ser un escritor, para transformarse en un funcionario del sentido común”.
Mientras la estrategia editorial del boom tenía frutos internacionales y sus representantes se hacían conocidos en el mundo entero, en las cloacas del continente, a pesar o a propósito de la violencia y locura desplegadas, surgía una literatura sin más, con escritores como Manuel Puig, que igualmente era publicado en Seix Barral, o Severo Sarduy. Ni hablar ya de Copi u Osvaldo Lamborghini, y tantos otros y otras que el boom no solo invisibilizó, sino que incrementó la potencia con que aparecerían para los lectores más avisados. De hecho, es muy sintomático que gran parte de los autores de hoy tampoco los tengan leídos.
En fin, cabe recordar que Vargas Llosa se hizo conocido sobre todo por su ubicua presencia cultural, tanto en revistas como en televisión, tal como en la actualidad lo hacen a través de redes sociales los nuevos funcionarios del sentido común. Siempre que lo recuerdo o aparece el video, me molesta verlo presentando “Alturas de Macchu Picchu” de Los Jaivas. De haber estado vivo, la persona idónea hubiese sido el amauta Arguedas.
Al parecer, con la muerte de Vargas Llosa se acaba por fin el largo chicle sin sabor a nada del boom latinoamericano.